Releyendo lo que había escrito, se sintió invadido por cierta incomodidad. Había demasiado cabos sueltos y cosas que no cerraban.
Registró a título de inventario que se había liberado aparentemente de la culpa de su antiperonismo de los años cincuenta, pero no se entendía cómo, ni cuándo ni porqué. Intuía que este borramiento de la culpa tenía que ver quizá con dos cosas: su alejamiento progresivo del marxismo y su relación con "la cultura". El viejo texto sobre la Reforma y el movimiento estudiantil tenía un tono categórico, transmitía certidumbre y destilaba al mismo tiempo la amargura de pertenecer a esa "juventud pequeñoburguesa" que parecía haberse equivocado siempre. (Tenía además la sensación confusa de que, en ese texto, pequeño era más infamante que burguesa.)
El texto de 1988 era mucho más "académico"; a pesar de su tonalidad subjetiva, era la escritura, pensó, de alguien instalado. ¿Pero instalado dónde? ¿En el centro del triángulo París, Nueva York, Buenos Aires? Es decir: nulle part, nowhere.
Le pasó por la cabeza una hipótesis abominable: el marxismo le sirvió para cortar sus raíces católico-pequeñoburguesas. No pudo peronizarse por razones político-culturales (que ya no existían en los años setenta, lo cual explica la camporización de sus amigos "burgueses"). Y cuando el marxismo dejó de tener para él resonancias conceptuales, se quedó, sencillamente, solo. Anclao en París. Como siempre, lo salvó una mujer: la semiología.
Eliseo Verón. Efectos de Agenda (1999)
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